Edgardo Bauza camina firme y convencido. Siempre supo que sus equipos tal vez no fueran los mejores del mundo, pero que iban a utilizar todas las herramientas que tuviera a la mano para poder llevarse el cetro en juego. Lo hizo en sus inicios en Central, en Velez y Colón –dos lugares en los que no le fue bien– y lo hizo, con óptimos resultados, en Liga de Quito y San Lorenzo, con un arribo a Semifinales de la Copa Libertadores 2016 con São Paulo. Y lo hará en la Selección Argentina.
La demagogia y la seducción a la prensa «influyente» no son caminos por los que vaya a transitar este grandote de 1,90 m, nacido en Granadero Baigorria el 26 de enero de 1958. Nunca le importó demasiado lo que dijeran de él o de sus equipos, aún cuando sus críticos fueran injustos y contaran con el paupérrimo elemento conceptual de «ofensivo – defensivo» como arma de acoso.
Bauza es lo suficientemente inteligente como para saber que, por ejemplo, si decide el ingreso de Lucas Alario –el mejor delantero de los que actúan hoy en el futbol argentino– para contrarrestar el juego aéreo uruguayo (acaso la única forma que Uruguay tenía para llegar hasta Romero) y lo pone en un costado, van a decir que «lo puso de 4». Con generosidad, dirán que lo puso de 8. Por supuesto, en su atraso olvidarán que Argentina jugó mas de un tiempo con diez jugadores, que este asunto de Alario fue para los últimos 20 minutos y que estuvo basado en los 178 centímetros del jugador de River mas que en su condición de delantero. «Entró por su altura, no por su puesto», me decía alguien. Uruguay tiene a Suarez, Godin, Cavani, Gimenez y alguno mas que podrían hostigar en un córner o en un tiro libre que cayera sobre el área. Y Alario no sólo es alto: además, es un excelente cabeceador. Ningún otro jugador que no fuera defensor y que estuviera en el banco es mejor que el ex Colón en la cancha de arriba.
Allí estuvo la impronta de Bauza: en su capacidad de improvisación sobre la marcha ante una situación tan inesperada como injusta (la expulsión de Dybala) y en pensar pura y exclusivamente en el equipo. Al nuevo DT le importan un bledo los títulos de los diarios del día siguiente o los gritos desaforados de periodistas conservadores que confunden el concepto de show con el del ridículo. Martino hacia un solo cambio en su esquema maniqueo: Agüero por Higuaín. Siempre hacia la misma variante a como diera lugar. O Banega por Biglia. Recién en los últimos partidos de la Copa América del Centenario, el Tata se permitió romper con el 4-3-3 para correrse al 4-2-3-1, con la excelente idea de Banega como doble 5. Pero no mucho más.
El Patón se permitió darle a Messi la libertad de ubicarse donde mejor lo creyera, con la mínima indicación de que «la izquierda es de Di María». Messi y Dybala dejaron la promesa de una sociedad que le permitirá a Leo jugar más tranquilo, sin tanta necesidad de ir a buscar la pelota a zonas cercanas a los volantes centrales. Es decir, Bauza –acusado vilmente de defensivo, de precario, de utilitario– es el DT que mejor pensó en que Messi sea lo que debe ser: un arma letal en el último cuarto de cancha. Lo liberó. Y en ese nuevo orden, Mascherano fue un tratado de inteligencia, criterio y precisión. En el primer tiempo, el Jefe fue el mejor jugador de la cancha. Messi lo emparejó en el segundo tiempo y Biglia se sumó a la Biblia del número 5 que Mascherano había escrito desde que la pelota empezó a rodar.
Uruguay no presionó, no atacó, no hizo circular la pelota y fue languideciendo en un juego sin sentido, cuyo fin era acertar algun pelotazo a Suárez. Pero Suárez fue devorado por Funes Mori, así que Argentina, jugando con diez todo el segundo tiempo, llevó el trámite en paz, aún sin el control de la pelota.
Bauza apretó el puño con el 1-0 final y se fue al vestuario con su andar de siempre, marcando bien los pasos gigantes y con las manos en los bolsillos de la campera. Estaba feliz por muchas cosas: era, por fin, el técnico de la Selección Argentina, Messi vino, jugó, la rompió y estuvo feliz, Mascherano jugó como para nunca más pidan que juegue de 6 y, mas allá de la expulsión, Dybala justificó los pedidos para su convocatoria con un primer tiempo muy bueno.
Y, sobre todo, el Patón se fue sonriente. No le importa lo que digan. Jamás le importó.
Sólo le importa el equipo.
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