En su modesto cuarto de la casa de Fuerte Apache, Carlitos Tevez tenía un poster de Maradona vestido de Boca y con el célebre mechón amarillo pintado sobre su pelo renegrido. Su pasión por los colores azul y oro la heredó de su padre, Segundo. Nunca quiso otra cosa que jugar al fútbol y nunca quiso otra cosa que jugar en Boca. Después, el profesionalismo lo llevó a los sitios a los que van las mega estrellas como él, a los lugares a donde los tipos que juegan como Carlos Tevez van a escribir historias que terminan en páginas doradas pero lejanas. Carlitos salvó del descenso al West Ham, ayudó al Manchester United a ganar la Champions, fue uno de los héroes que le dio al Manchester City un título de liga después de 44 años y puso a la Juventus en una final cara a cara con el Barcelona de Luis Enrique. Son mojones en una carrera excepcional, pero nada de esto es comparable con romperla en el Monumental, en una tarde de sol, ante la sola presencia de hinchas de River –igual que la noche de «La Gallinita»– y con Boca metiendo 4 goles.
Es probable que los cracks puedan saltar la imaginaria valla que pueden imponer la presión, el alto compromiso y todo eso que rodea a los grandes partidos. Tevez dijo como si nada «tengo una deuda a saldar: jugar bien contra River». En cualquier otro futbolista de los mortales esto hubiese obrado con el mismo peso de un camión con acoplado. En Tevez no. En el pibe de Fuerte Apache significó la búsqueda de un incentivo que le permitiera ser el actor principal de una tarde inolvidable. Los futbolistas, los entrenadores y algunos muchos periodistas nos descerrajan lugares comunes del tipo «ya es suficiente motivación ponerse la camiseta de Boca/River». Si esto fuera así, cualquier jugador la rompería en todos los partidos o cualquier técnico estaría dotado de una lucidez que no siempre tiene. Pero para Tevez, el hecho de haberle convertido un solo gol a River (aquel de 2004, en semifinales de Copa Libertadores, el del festejo que le provocó la expulsión) era una afrenta a su increíble trayectoria.
Cuando logró espacio, tiempo y una ubicación acorde a lo que el partido le pedía, Carlitos dejó a Pavón con 40 metros sin obstáculos para correr hasta el gol. Pero su joven compañero aún debe lograr el equilibrio entre velocidad e inteligencia. Por ahora, va ganando la velocidad. Batalla le tapó con relativa facilidad su remate al bulto. Tevez puso a su otro joven compañero –Walter Bou– mano a mano con el arquero de River y el hermano menor de Gustavo no falló. El 10 de Boca estaba en su salsa. Su equipo ganaba 1-0 y él se había puesto en el centro de la escena. La estrategia de River era jugar el partido en campo de Boca. Boca lo aceptó porque sus atacantes son veloces y su cerebro es lo suficientemente brillante y lúcido como para ponerse en el sitio mas indicado para que el equipo gire a su alrededor.
River no se quedó quieto e hizo un enroque entre Nacho Fernandez y D’Alessandro. Gallardo mandó al ex jugador de Gimnasia a la derecha y a Andrés al medio, a perturbar a Fernando Gago, el principal socio accionista que tiene Carlitos en el armado del juego de Boca. El partido se convirtió en una fiesta para los observadores neutrales porque tanto D’Alessandro como Tevez fueron los mejores en sus equipos. Después de esos primeros 20 minutos en los que Boca pudo haber aumentado sus números, River se lo dio vuelta por las virtudes de su estupendo número 10 que juega con la 22.
La verdad es que, mientras D’Alessandro estuvo en la cancha, las cosas parecieron inclinarse hacia el lado millonario de la vida. Alario y Pity Martinez erraron goles imposibles. En medio de todo esto, Tevez se las ingenió para dejar mano a mano –otra vez– a Pavón. Y otra vez, una deficiente resolución permitió que Batalla se quedara con la pelota. El trámite ya no era tan amigable para su equipo y, sin embargo, Carlitos se las ingenió para dar señales de vida.
Y aunque Gallardo le baje el tono, la salida de D’Alessandro fue determinante en el juego y en el resultado final. Sobre todo, porque su reemplazante fue Iván Rossi. Gallardo cometió un error grave en la lectura del partido y deberá cargar con la crítica sin quejas, así como es merecedor de las mas dulces lisonjas cuando su equipo resuelve conflictos con un carácter que admiramos. Es atendible que haya pensado en el combo «Superclásico – Final de Copa Argentina», pero esto no lo exculpa. Son dos partidos diferentes y el que se estaba jugando necesitaba ese D’Alessandro. La «gestión de esfuerzos» de la que habló Gallardo en la conferencia de prensa post partido no puede estar por encima del destino de un partido.
A los 14 del complemento se produjo el cambio que lo cambió todo. Y a los 16, el destino castigó aún peor a Gallardo. Bou ensayó una chilena – pase al espacio para Tevez, pero le salió larga. Hasta ese momento, Augusto Batalla había respondido todo lo bien que respondió desde que el Muñeco le tiró la camiseta de Barovero. Cuando hay una pelota sin que arquero o delantero la tengan segura, es el arquero el que debe imponerse aunque sea por el físico. El delantero debe sentir el rigor de un mastodonte que se le viene encima. Pero Batalla eligió una sutileza para rematar la jugada, acaso por exceso de confianza. Trató de acomodarla con el cuerpo, quizá para salir jugando o, tal vez, para eliminar la presencia de su adversario y resolver con tranquilidad. Nada de esto pasó. Salió demasiado frontal, llegó muy justo y, en la división, perdió feo. El rebote favoreció a Tevez y Tevez empató el partido. Los entrenadores podrán decir lo que quieran, uno en su tristeza, el otro en su euforia. Pero, hasta ese momento, todo estaba dado para que River aumentara su ventaja. No es falso que Gallardo sacó su mejor hombre, pero decir que por ese cambio Boca empató sería disparatado. El partido lo empataron Tevez y su fe inquebrantable, yendo a buscar una pelota que estaba claramente en situación desventajosa. En ese momento del partido, ningún otro tópico del juego justificaba un resultado de paridad. Salvo en los primeros 15/20 de partido, River siempre había sido mejor que Boca y lo fue desde que D’Alessandro tomó posesión del juego. Cuando el Cabezón dejó la cancha, River perdió juego. Y cuando Carlitos hizo el gol del empate, a River se le rompió el corazón.
Tevez volvió a dominarlo todo. Este dominio no tiene nada que ver con tener o no la pelota, con crear diez situaciones de gol o con tirar quince caños. Fue una imposición desde la cabeza y el corazón. River se quedó lamiendo sus heridas, Boca se rearmó desde su principal referencia para el tramo final. Gago no fue el sutil director de orquesta de los dos partidos anteriores, pero se raspó junto a sus defensores para que ningún hombre vestido con la Banda Roja anduviera por las cercanías de Werner. Carlitos se sintió respaldado, D’Alessandro estaba sentado en el banco viviendo la pena de su último clásico. Y esta pena de Andrés se multiplicó en el juego. River caminó rengo la última media hora del partido, Boca y Tevez no se lo dejaron pasar. Carlitos le hizo sentir el rigor mas perverso con un delicioso remate que se metió en el ángulo izquierdo del atribulado Batalla. El gol final de Centurión, el que puso un amplio y exagerado 4-2, desató una locura que tiene sus bases en la historia, en el corazón, en el espíritu y, sobre todo, en la tremenda capacidad de Carlos Tevez.
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