Rinus Michels y Johan Cruyff se encontraron en 1966 en el plantel superior del Ajax de Amsterdam. Uno, Michels, de 38 años, era el entrenador. Tenía una idea de fútbol sin posiciones fijas en la cabeza, pero llevarla a cabo era muy difícil como es difícil siempre innovar en medio de una corriente general. El otro, Cruyff, era un tiener de 19 años con unas condiciones extraordinarias para jugar al fútbol.
Rinus le vio algo más. Un día, se sentaron a un costado y le dijo que, además de esa habilidad para manejar la pelota, veía en él capacidad de liderazgo y una visión del juego impropia para un chico de esa edad. Juntos, entrenador y entrenado, comenzaron un camino que –aún hoy– no encontró el final.
Hay una historia muy conocida. Todo el mundo habla de La Naranja Mecánica (el color de la camiseta y la gran película de Stanley Kubrik, Clockwork Orange, se unieron en el apodo eterno) por el equipo que Rinus Michels armó en el 74, cuando ya era técnico del Barcelona y su idea había prendido en lo más granado del fútbol de Europa. Dejó al Barsa por un tiempo, clasificó a Holanda para el Mundial de Alemania Occidental y allí fue a ganar el torneo. No pudo hacerlo porque una mala tarde, más la eficacia indiscutida de Gerd Müller lo dejaron sin el trofeo. Pero obtuvo algo que lo eternizó: partió al fútbol en dos, inventó el concepto de «fútbol moderno», obligó a los futbolistas y a los entrenadores a dar un salto de calidad, a esmerarse en la preparación física, en el cuidado de la pelota, en valorar el ataque y la defensa en similar proporción, en entender que los partidos se ganan en los dos arcos.
Cruyff –líder, cerebro y ejecutor genial de ese 1974– llegó a Barcelona a comienzos de los 90 con ese fútbol en la sangre y logró plasmarlo en sus jugadores. EL que mejor lo interpretó fue Pep Guardiola. Por eso, cuando se habla del mejor Barcelona, hay que pensar en que es el mejor descendiente de aquellos días sesentistas de Rinus y Johan, que desde los rincones de Amsterdam llegó ese fútbol «total», que regula disciplina y desparpajo, que balancea ataque y defensa, que calcula riesgo y protección.
Siguiendo con estos parentescos, Louis Van Gaal (técnico de esta nueva versión holandesa) llegó a Barcelona en la temporada 97/98. Y si bien tuvo que irse por algunas derrotas que el cuadro bleugrana no esperaba, dejó su sello: en su primera gestión, debutó Xavi y se consolidó Puyol. En la segunda (2002), debutaron Víctor Valdés e Iniesta.
Esa semilla holandesa brilló en el Mundial 2010. Más allá de que Vicente del Bosque lo niega, la Selección de España que obtuvo ese título logró trasladar –al menos en parte– el estilo holandés del Barcelona a esa mezcla española que vistió la camiseta roja. Todos los partidos que ganó los ganó por un gol, pero consiguió algo aún más importante: todos sus partidos se jugaron en un ambiente propicio para la capacidad de sus jugadores. O sea, en la esencia de ese fútbol está la de imponer condiciones y España logró hacerlo en 2010.
Ayer intentó lo mismo. Pero enfrente estaba Van Gaal, alguien que los conoce mucho y que también pelea por «imponer condiciones». El viejo Louis sacó desde su sabiduría un esquema, una idea y unos intérpretes que lograron esa goleada descomunal de la que hoy habla el mundo entero. Uno ya conoce a Van Persie, a Robben, a Sneijder o a De Jong. Van Gaal armnó un equipo para que, además, sepamos quién es Blind (lateral, volante, wing, pase-gol) o Vlaar (excelente tiempista). Armó una pequeña máquina de piezas que se fueron acomodando junto con el correr del tiempo. Podríamos acá hacer la apología del 5-3-2 que tanto le cuestionan los argentinos a Sabella y admiran de Van Gaal.
Pero no es el lugar ni el momento. Sólo cabe decir que esta goleada tiene su historia y un origen maravilloso que ya lleva casi 50 años y que merece ser conocida. Y que anoche, en Salvador, esa goleada holandesa nos llevó de viaje por los eternos caminos de un fútbol que sigue asombrándonos por su constante nivel de evolución.
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